De nación y Estatut
Artículo publicado en el nº 240 del periódico independiente La Voz de La Palma, del 4 al 18 de noviembre de 2005.
España no es ni puede ser una religión con dogmas impuestos por los que se arrogan su representación de tal manera que si no se somete uno a ellos lleva consigo la excomunión o el dictado de traidor. España será de todos, hecha por todos, o no será.
(P. Bosch-Gimpera, La España de todos, 1952)
(P. Bosch-Gimpera, La España de todos, 1952)
A estas alturas del debate, por llamarlo de alguna manera, sobre la Propuesta de reforma del Estatuto de autonomía de Cataluña, parece que poco más se puede aportar. Pero sin embargo, consideramos que precisamente uno de los aspectos que más ríos de tinta ha hecho correr del polémico Estatut, la definición en el Preámbulo y en el Artículo 1 de Cataluña como “nación”, no ha sido tratado con el suficiente rigor y seriedad que se merece. Así es como se justifica nuestra pretensión de reflexionar en las siguientes líneas en torno al alcance, significado y valor jurídico y normativo de un concepto repetido hasta la saciedad en nuestros días como el de “nación”.
Pero, ¿en qué consiste ese oscuro objeto de deseo en el que se ha convertido la nación? Cómo definimos, parafraseando a Renan, qué es una nación. Con frecuencia leemos y escuchamos como una pregunta, de respuesta tan complicada a nuestro juicio, no provoca grandes quebraderos entre políticos, periodistas, juristas o politólogos, quienes en diverso grado nos ofrecen distintas, pero todas ellas tajantes, definiciones de la nación. Nosotros intentaremos ir con más cautela, dejando claro desde un principio que dentro de la literatura que aborda estas cuestiones los acuerdos terminológicos son minoría respecto a los desencuentros. Por tanto, más que una respuesta, lo que pretendemos es presentar diversas aproximaciones realizadas desde las ciencias sociales al mencionado concepto.
En primer lugar, seguimos a Eric Hobsbawm cuando en su libro Naciones y nacionalismos desde 1780 señala “que las naciones no son [...] tan antiguas como la historia. El sentido moderno de la palabra no se remonta más allá del siglo XVIII”. Con esta apreciación algo hemos avanzado. Nos encontramos ante un fenómeno contemporáneo, propio en buena medida de la transición del Antiguo Régimen al Liberalismo y no, frente a una realidad tangible e inmutable presente desde “la noche de los tiempos”. Pero aún así seguimos sin clarificar lo que es, o no es, una nación. ¿A qué se debe esta dificultad? Para el propio Hobsbawm estaría en el hecho de que “la característica principal de esta forma de clasificar a los grupos de seres humanos [en naciones] es que, a pesar de que los que pertenecen a ella dicen que en cierto modo es básica y fundamental para la existencia social de sus miembros, o incluso para su identificación individual, no es posible descubrir ningún criterio satisfactorio que permita decidir cuál de las numerosas colectividades humanas debería etiquetarse de esta manera”.
De esta manera han fracasado “los intentos de determinar criterios objetivos de nacionalidad, o de explicar por qué ciertos grupos se han convertido en naciones y otros no”. Esto a pesar de la permanencia, todavía hoy, de las tesis primordialistas, que consideran la nación como una realidad objetiva, que posee un espíritu propio y una cultura e historia diferenciada. Permanencia acentuada más en el plano político-mediático que en el estrictamente académico como muestran declaraciones –a modo de ejemplo, porque una enumeración exhaustiva sería interminable-, pronunciadas por el actual defensor del Pueblo, Enrique Múgica, quien opina “que la nación española es la única nación que existe en la península junto con la de Portugal, naturalmente”, las del ex presidente Aznar, para quien España se constituye como “una de las naciones más antiguas de Europa”, las del presidente extremeño, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, cuando afirmaba que “Cataluña no quedará reconocida [en el nuevo Estatuto] como nación” o finalmente las del alcalde de La Coruña, Francisco Vázquez para el que la bandera española “simboliza la España eterna” y la “larga, común y compartida historia de la nación española”.
Nos parece mucho más cercano a la realidad considerar a las naciones, siguiendo el concepto acuñado por Benedict Anderson, como “comunidades imaginadas” o, en la línea de Renan y de la teoría constructivista, como el resultado de un pacto de ciudadanos que nace con las revoluciones liberales y el capitalismo. Ya lo recordaba meses atrás el profesor Álvarez Junco en su artículo La disputa nominalista en El País (28/06/05) cuando afirmaba que “la descripción tradicional de la nación en términos de raza, lengua, religión e historia, sirve, por tanto, de poco”, siendo “lo esencial [...] la conciencia de poseer esos rasgos, el hecho de que la mayoría de los individuos de ese conjunto humano crea o imagine que posee unas similitudes culturales del tipo de las descritas; de esta manera surgen las comunidades imaginadas”. Pero, lamentablemente posiciones tan desapasionadas y académicas como la mencionada constituyen islas de un mar plagado de afirmaciones rotundas y catastrofistas de las que no quiere dejar de participar ningún sector de la sociedad española. Porque incluso, como en tiempos predemocráticos, sectores del Ejército y la Iglesia católica buscan ejercer su papel en “la disputa nominalista”.
Y todo este revuelo, ¿por qué?: Por la inclusión en el preámbulo (sin valor jurídico) y en el articulado de la Propuesta de Reforma catalana de la consideración de Cataluña como una “nación”. Entre los politólogos y juristas, quienes han sido en detrimento de los historiadores, por ejemplo, los más solicitados por los medios de comunicación para santificar o excomulgar esta fórmula, no parece haber consenso. Y así, prestigiosos investigadores como Andrés de Blas llegan al punto de afirmar que “nación, en España, sólo hay una” basándose única y exclusivamente en la interpretación literal del, para muchos sacrosanto, artículo 2 de la Constitución Española de 1978, que considera que ésta (la Constitución) “se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. De esta manera, la pretensión de la propuesta enviada por el Parlament de afirmar que “Cataluña es una nación” (Artículo 1) sería totalmente incompatible con mencionado artículo 2 de la Carta Magna..
Parece que los voceros que pregonan día tras día la idea de la “desintegración” y “balcanización” de España no continuaron leyendo el Artículo 1 del Estatut, ya que en su segundo punto (una posible solución al debate, con el fin de evitar cualquier equívoco, sería, a nuestro juicio, fundir ambos párrafos) resalta que “Cataluña ejerce su autogobierno mediante instituciones propias, constituida como comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución y el presente Estatuto”. El problema, o más bien la realidad, es que en la mente de la gran mayoría de los que fomentan el enfrentamiento interterritorial, está una concepción de la nación decimonónica que considera que a cada Estado (España, en este caso) le corresponde una Nación (la española) y ven imposible conciliar en un mismo Estado diversas naciones.
Personalmente, y desde el desapasionamiento que me produce cuanto tiene que ver con lo identitario, creo que estamos nuevamente ante un problema artificial y ajeno a las preocupaciones cotidianas de la ciudadanía (desde la “crisis del 98” reflexionando sobre “el ser de España”) La aprobación del Estatut no conducirá a la desaparición de España ni a la independencia automática de Cataluña. Nada más lejos de la realidad. En buena medida, tal como se estructura en la actualidad, hará un poco más insolidaria la relación fiscal entre autonomías al copiar una fiscalidad que no olvidemos, se aplica desde 1978 en el País Vasco y Navarra. Pero la realidad es que en tiempos de crisis de las ideologías, los nacionalismos (tanto español como catalán) emergen como recurso frente a la realidad de un mundo donde cada vez más la riqueza sigue estando peor redistribuida entre sus habitantes: género humano al fin y al cabo, y no necesariamente “nacionales” de ningún país.
En primer lugar, seguimos a Eric Hobsbawm cuando en su libro Naciones y nacionalismos desde 1780 señala “que las naciones no son [...] tan antiguas como la historia. El sentido moderno de la palabra no se remonta más allá del siglo XVIII”. Con esta apreciación algo hemos avanzado. Nos encontramos ante un fenómeno contemporáneo, propio en buena medida de la transición del Antiguo Régimen al Liberalismo y no, frente a una realidad tangible e inmutable presente desde “la noche de los tiempos”. Pero aún así seguimos sin clarificar lo que es, o no es, una nación. ¿A qué se debe esta dificultad? Para el propio Hobsbawm estaría en el hecho de que “la característica principal de esta forma de clasificar a los grupos de seres humanos [en naciones] es que, a pesar de que los que pertenecen a ella dicen que en cierto modo es básica y fundamental para la existencia social de sus miembros, o incluso para su identificación individual, no es posible descubrir ningún criterio satisfactorio que permita decidir cuál de las numerosas colectividades humanas debería etiquetarse de esta manera”.
De esta manera han fracasado “los intentos de determinar criterios objetivos de nacionalidad, o de explicar por qué ciertos grupos se han convertido en naciones y otros no”. Esto a pesar de la permanencia, todavía hoy, de las tesis primordialistas, que consideran la nación como una realidad objetiva, que posee un espíritu propio y una cultura e historia diferenciada. Permanencia acentuada más en el plano político-mediático que en el estrictamente académico como muestran declaraciones –a modo de ejemplo, porque una enumeración exhaustiva sería interminable-, pronunciadas por el actual defensor del Pueblo, Enrique Múgica, quien opina “que la nación española es la única nación que existe en la península junto con la de Portugal, naturalmente”, las del ex presidente Aznar, para quien España se constituye como “una de las naciones más antiguas de Europa”, las del presidente extremeño, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, cuando afirmaba que “Cataluña no quedará reconocida [en el nuevo Estatuto] como nación” o finalmente las del alcalde de La Coruña, Francisco Vázquez para el que la bandera española “simboliza la España eterna” y la “larga, común y compartida historia de la nación española”.
Nos parece mucho más cercano a la realidad considerar a las naciones, siguiendo el concepto acuñado por Benedict Anderson, como “comunidades imaginadas” o, en la línea de Renan y de la teoría constructivista, como el resultado de un pacto de ciudadanos que nace con las revoluciones liberales y el capitalismo. Ya lo recordaba meses atrás el profesor Álvarez Junco en su artículo La disputa nominalista en El País (28/06/05) cuando afirmaba que “la descripción tradicional de la nación en términos de raza, lengua, religión e historia, sirve, por tanto, de poco”, siendo “lo esencial [...] la conciencia de poseer esos rasgos, el hecho de que la mayoría de los individuos de ese conjunto humano crea o imagine que posee unas similitudes culturales del tipo de las descritas; de esta manera surgen las comunidades imaginadas”. Pero, lamentablemente posiciones tan desapasionadas y académicas como la mencionada constituyen islas de un mar plagado de afirmaciones rotundas y catastrofistas de las que no quiere dejar de participar ningún sector de la sociedad española. Porque incluso, como en tiempos predemocráticos, sectores del Ejército y la Iglesia católica buscan ejercer su papel en “la disputa nominalista”.
Y todo este revuelo, ¿por qué?: Por la inclusión en el preámbulo (sin valor jurídico) y en el articulado de la Propuesta de Reforma catalana de la consideración de Cataluña como una “nación”. Entre los politólogos y juristas, quienes han sido en detrimento de los historiadores, por ejemplo, los más solicitados por los medios de comunicación para santificar o excomulgar esta fórmula, no parece haber consenso. Y así, prestigiosos investigadores como Andrés de Blas llegan al punto de afirmar que “nación, en España, sólo hay una” basándose única y exclusivamente en la interpretación literal del, para muchos sacrosanto, artículo 2 de la Constitución Española de 1978, que considera que ésta (la Constitución) “se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. De esta manera, la pretensión de la propuesta enviada por el Parlament de afirmar que “Cataluña es una nación” (Artículo 1) sería totalmente incompatible con mencionado artículo 2 de la Carta Magna..
Parece que los voceros que pregonan día tras día la idea de la “desintegración” y “balcanización” de España no continuaron leyendo el Artículo 1 del Estatut, ya que en su segundo punto (una posible solución al debate, con el fin de evitar cualquier equívoco, sería, a nuestro juicio, fundir ambos párrafos) resalta que “Cataluña ejerce su autogobierno mediante instituciones propias, constituida como comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución y el presente Estatuto”. El problema, o más bien la realidad, es que en la mente de la gran mayoría de los que fomentan el enfrentamiento interterritorial, está una concepción de la nación decimonónica que considera que a cada Estado (España, en este caso) le corresponde una Nación (la española) y ven imposible conciliar en un mismo Estado diversas naciones.
Personalmente, y desde el desapasionamiento que me produce cuanto tiene que ver con lo identitario, creo que estamos nuevamente ante un problema artificial y ajeno a las preocupaciones cotidianas de la ciudadanía (desde la “crisis del 98” reflexionando sobre “el ser de España”) La aprobación del Estatut no conducirá a la desaparición de España ni a la independencia automática de Cataluña. Nada más lejos de la realidad. En buena medida, tal como se estructura en la actualidad, hará un poco más insolidaria la relación fiscal entre autonomías al copiar una fiscalidad que no olvidemos, se aplica desde 1978 en el País Vasco y Navarra. Pero la realidad es que en tiempos de crisis de las ideologías, los nacionalismos (tanto español como catalán) emergen como recurso frente a la realidad de un mundo donde cada vez más la riqueza sigue estando peor redistribuida entre sus habitantes: género humano al fin y al cabo, y no necesariamente “nacionales” de ningún país.
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